“La preocupación es como una maraña de gruesos hilos que ejercen presión sobre nuestra mente; nos ata como un cordón entretejido de tres hebras las penas del pasado, las angustias de hoy y las preocupaciones de mañana. Trágicamente, el efecto de la preocupación ahoga el gozo, interfiere con nuestra paz, y coarta la libertad. Sin embargo, ¡podemos vencer esta asfixiante enemiga!”
-June Hunt
La preocupación no es una debilidad heredada, ni es un hábito gracioso, o una excusa para justificar el perfeccionismo vanidoso. Tampoco es una respuesta aceptable cuando hemos sido víctimas de algo o de alguien. La preocupación es un pecado declarado que desagrada a Dios.
La preocupación demuestra la falta de fe y pone de manifiesto que realmente no le creemos a Dios, quien nos dice que él proveerá lo que necesitamos para satisfacer todas nuestras necesidades.
“El Señor los guiará continuamente, les dará agua cuando tengan sed y restaurará sus fuerzas. Serán como un huerto bien regado, como un manantial que nunca se seca”. Isaías 58:11 (NTV)
La preocupación es una desobediencia abierta haciendo notorio que nos estamos atribuyendo la responsabilidad y la carga de buscar aquello que Dios ya ha prometido darnos.
La preocupación es destructiva debilita nuestro cuerpo que es el templo del Espíritu Santo. Puede acarrear enfermedades físicas, tales como la hipertensión, problemas cardiovasculares, dolor de cabeza, resfriados, úlceras y padecimientos estomacales.
“El cuerpo de ustedes es como un templo, y en ese templo vive el Espíritu Santo que Dios les ha dado. Ustedes no son sus propios dueños. Cuando Dios los salvó, en realidad los compró, y el precio que pagó por ustedes fue muy alto. Por eso deben dedicar su cuerpo a honrar y agradar a Dios”.
1 Corintios 6:19-20 (TLA)
Sin pensar en las consecuencias, Pedro literalmente dio un paso de fe, salió de la barca y comenzó a dar grandes pasos sobre el agua. Sin embargo, en cuanto quitó su vista de Cristo y la puso en su propia fragilidad, la maravillosa caminata del apóstol se convirtió en una experiencia traumática. Pedro perdió la fe en Jesús y en sus palabras. De la misma manera, cuando perdemos la fe en Dios y su palabra, caemos en la trampa y nos ahogamos en el mar de la preocupación.
“Dios ha prometido proveer todas a mis necesidades a través de Cristo. No tengo que preocuparme cómo él cumplirá esa promesa. Yo confío en que él lo hará.
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